“El encargo”, fragmento del primer capítulo

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Después de un largo devenir, interminable y tedioso, llegué a Tierra con el alma vacía e impoluta, pero decidido a llevar a cabo la comisión hasta sus últimas consecuencias. No calculé ni podía saber hasta qué punto el hecho de tener sentimientos humanos me perturbaría y ocasionaría penas y dolores. Y la historia fue así:

Aterricé (no se me ocurre otro término para definir mi llegada) súbitamente en un barrio elegante de la ciudad de Buenos Aires, en la Argentina, en el confín de Sudamérica, hemisferio occidental, una de las regiones en las que viven numerosísimas mujeres evolucionadas que me dieron material de estudio más que suficiente para mi trabajo. Ni qué decir que todo esto es un secreto absoluto, no podré jamás revelar nada hasta que el tiempo se cumpla y yo esté preparado para ser devuelto a nuestra dimensión, una vez logrado el objetivo. Allí no contamos el tiempo mediante relojes, ni meses, ni días, así que deberé aprender a transcurrir del modo en que lo hacen los habitantes de este mundo. De manera sencilla y fácil empecé a tratar a dos mujeres que me llamaron la atención apenas llegué. Eran muy lindas, amigas evidentemente, que parloteaban sobre los más triviales asuntos  sentadas a una mesa, en medio de un café repleto de gente, cerca de inmensos árboles para mí desconocidos. Me gusta la naturaleza de este planeta. Árboles, flores y pastos enmarcan casi todas las construcciones, edificios, caminos y cursos de agua.
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