"Batalla sin victoria" Capitulo 6

Benedicta

Los recuerdos vuelan de un año a otro, de una etapa a otra, discontinuos y apresurados. A veces confundo y encimo las épocas y las circunstancias que marcaron la huella sutil de una infancia difícil. Era larga la infancia. A los quince años nos consideraban todavía criaturas sin raciocinio, sin opinión propia. Recién a los diecisiete cumplidos papá me permitió hablar en la mesa sin haber sido interrogada. Durante toda la niñez sólo se conversó sobre lo que papá quería. Nada lograba quebrar ese rigor. Montones de preguntas quedaban dentro de nosotros como misterios. Buscábamos respuestas en diccionarios, a escondidas. Otras veces recurríamos a la escasa instrucción de Amanda y de Fidel. Hasta interrogábamos a nuestro confesor. Hambrientos de saber rastreábamos como perdigueros frases eróticas, fotos prohibidas, chismes de los mayores susurrados con medias palabras. Los varones tenían sus métodos para hacer averiguaciones. Damasia y yo disponíamos de menores posibilidades. Cuando preguntábamos, todos parecían sordos y mudos. La abuela Corina, aunque no tan estricta como papá, también consideraba que conocer los secretos de la vida no era cosa de niños.
A pesar de la vigilancia y de las prohibiciones sucedían hechos no recomendables. Los varones Ruiz de Torre tenían pocos escrúpulos. A menudo nos hacían desvestir a Damasia y a mí para estudiar nuestra anatomía y para toquetearnos un poco.
Y no sólo eso. Una noche de verano en La Escondida, de esas noches de ventanas abiertas y brisa suave, Prudencio entró en mi dormitorio y con un dedo sobre los labios me impuso silencio. Se deslizó a mi lado en la cama y empezó una serie de movimientos desconocidos y aterradores con la mano, en su cuerpo y en el mío. Grité desaforada pidiendo auxilio. Me tapó la boca. Lo mordí con todas mis fuerzas, me prendí de su pelo y tiré hasta quedarme con mechones entre los dedos.
--Callate, imbécil susurró. No grités que nos va a oír papá.
--Volá de mi cuarto, degenerado.
--No seas guacha. Quedate quieta.
--Si no te vas ya mismo, estrello la lámpara contra la pared. Va a venir todo el mundo, pedazo de asqueroso.
Se levantó de un salto, murmuró no sé qué horrible amenaza y se fue. Me quedé sola, llorando de horror.
Al día siguiente le conté todo a Damasia. Fuimos juntas a enfrentarlo.
--No sé de qué estás hablando aseguró el caradura. Seguro que soñaste.
--Yo no soñé. Estaba bien despierta contesté indignada.
--¡Octavio! Vení, escuchá lo que dice esta cretina.
Octavio oyó con atención mi relato y sentenció:
--Estabas soñando.
Con brusquedad tomé la mano de Prudencio para buscar las huellas de mis dientes, pero me soltó una cachetada.
--Desaparezcan las dos ordenó con voz amenazadora.
Obedecimos. No nos quedaba otro remedio. Desde entonces, he intentado creer en ese sueño.