"Avenida Avear"

Capítulo 41


José y Ana llegaron una tarde, pocos días después de la visita del abogado. La expresión demudada de ambos impresionó a Leonor.
--Qué les ocurre, por Dios.
--Tenemos algo grave para decirte -empezó José-. En realidad, no sé cómo...
--Yo se lo voy a comunicar -lo interrumpió Ana- pero no acá. En un lugar tranquilo donde nadie nos escuche.
--Díganmelo de una vez, vamos. Las malas noticias hay que soltarlas de golpe, sin vueltas.
--Vamos a tu cuarto -insistió Ana-.
Se encerraron en la habitación de Leonor. José estaba blanco como un papel. Ana parecía más dueña de sí.
--Leonorle dijo, es muy difícil para nosotros tener que decirte esto.
--Por favor, Ana, decilo ya mismo. ¿Qué es lo que pasa?
--Fred tenía un poder, Leonor. Te hizo firmar un poder universal. Por eso te daba pastillas para dormir. Te tuvo dormida para sacarte el poder y lo peor es que te vendió el campo.
Leonor creyó haber oído mal.
--El campo -repitió-. Vendido.
--Sí -afirmó Ana-. El muy cretino te vendió todo y desapareció del país. 
--No, no puede ser -la voz de Leonor tembló-. El campo era de tía Victoria. Sesenta mil hectáreasenfatizó la cantidad como para convencerse.
--Sí, Leonor, pero desde que tía Victoria murió el campo era tuyo. Estaba a tu nombre.
--Y ahora qué voy a hacer -Leonor no parecía haber captado el verdadero sentido de las palabras de Ana-.
--Ahora no te queda nada -murmuró Ana furiosa-.
Hubo un largo silencio. El tictac del reloj francés de bronce sobre la chimenea era el único sonido perceptible.
--No me queda nada -repitió Leonor como un eco retrasado-.
--Nada -intervino José-. Porque hay algo más. Esta casa tampoco te pertenece ya. Vas a tener que entregarla dentro de poco tiempo. Hemos constatado esto a través del abogado, que puso a toda la gente del estudio para investigar este horrible asunto. Yo me lo temía, Leonor. Sólo que jamás me imaginé que llegaría tan lejos. Es para no creer lo que ha ocurrido. Te ha dejado en la calle.
--Pero él no puede vender nada. El campo es mío. Solamente mío. Él no tiene ningún derecho.
--No entendés, estúpida. Te hizo firmar un poder -dijo Ana-. Allí lo autorizabas a disponer de tus bienes. Estabas narcotizada, pero lo firmaste.
Leonor tuvo deseos de abofetear a Ana. Se contuvo. Golpeó el brazo del sillón con el puño. Se restregó los nudillos. Estarían hablando en serio, o se trataba sólo de un malentendido. Empezó a reír nerviosamente. Al fin estalló en una carcajada desagradable.
--Entonces soy pobre -gritó-. Es la única cosa que me faltaba. Ahora ya mi vida está completa.
Ana la miró con indignación.
--Eso es lo que ganaste al casarte legalmente con ese tipo.
Leonor seguía riéndose con risa histérica y casi sollozaba.
--Ahora soy pobre. Cómo cambió todo. Soy pobre. Quizá Fred quiso hacerme vivir una experiencia nueva ¿no les parece?
--¡Qué idiotez! -dijo Ana con violencia-. Te ha estafado, te ha fundido y te ponés a hacer chistes.
--Un momento. No, fundido no. No exageres -Leonor se levantó y fue hacia su secretaire-. Lo abrió.
--Tengo mis alhajas. Son muchas. Y la hacienda. Este año va a haber como diez mil novillos, más las vacas, caballos, yeguas de carrera, ovejas.
José movió la cabeza:
--El campo se vendió a tranqueras cerradas. Lo compró un señor filipino que hacía negocios con Fred. Ya no tenés tampoco la hacienda, Leonor.
Ella abrió el compartimento secreto de su mueble y extrajo tres estuches negros. Los revisó nerviosamente. Estaban vacíos. Buscó más. Metió la mano hasta las profundidades.
--No..no sé dónde está todo, los otros estuches -articuló penosamente-. Ay, mi Dios.
Su cabeza era un caos. Esta pesadilla tenía que terminar pronto. Estaba soñando, por supuesto. A ella no le podía ocurrir esto. Era un mal sueño. Tía Victoria se había preocupado por su futuro, por asegurarle un gran bienestar durante toda su vida. Por eso no le había dejado nada de la fortuna a su padre. Todo a ella. Y ahora no le quedaba nada. Eso es lo que le aseguraba José. Quizás estaba equivocado. Observó las facciones desencajadas de los dos. Pobres, tener que venir a decirle esto. Parecían seguros de lo que afirmaban. Entonces era verdad que ella y sus hijos ya no tenían de dónde asirse. La expresión de duelo de Ana y José significaba que la espléndida Leonor, la de las fiestas y bailes, la que inventaba juegos fascinantes en su precioso castillo normando situado en las tierras más ricas de la provincia de Buenos Aires, ya no existía. La heredera de una de las fortunas más grandes de la Argentina había perdido todo a manos de un rufián que era su marido legítimo y de quien tenía un hijo. Su mente y su corazón se negaban a aceptarlo. Le habían vendido su campo y la casa donde había crecido. Era pobre. La palabra retumbó dentro de su cerebro que no conseguía asimilarla. La pobreza era algo que Leonor nunca había visto de cerca. Era una abstracción, como el alma o los ángeles. Una abstracción desconocida. Los sacerdotes hablaban de pobreza. También tía Victoria, en las reuniones de la Confederación de Beneficencia. Cuando le había tocado tropezar con alguien muy pobre, muy necesitado, se apresuraba a solucionarle sus problemas con dinero, por lo menos los problemas inmediatos. Para ella la pobreza era improbable, por no decir imposible. Cuándo despertaría, por Dios, la pesadilla ya estaba durando demasiado.
Una contracción nerviosa involuntaria la hizo manotear el aire como si estuviera ahuyentando fantasmas. Ana se acercó y la abrazó. Leonor se apretó contra ella. Era la única y la última persona en quien podía confiar. Su amiga Ana. Y Manolo. Con sus años a cuestas y sus achaques, pero firme. Él no la abandonaría.
--José -preguntó con dificultad- ¿qué está haciendo el abogado para encontrar a Fred?
--Ha movilizado a la policía argentina y a la internacional. Vamos a hacer todo lo que podamos, te lo juro. Yo me ocuparé de eso. También quiero que sepas que podés contar con nosotros para lo que fuere. Siempre.
Leonor los estrechó a los dos. No podía hablar. Una crispación amarga, un nudo emocionado la privaba de la voz.

En pocos días la catástrofe económica de Leonor se precipitó. Era aún más grave de lo que se creyera. Numerosas personas se presentaron en la casa de la avenida Alvear llevando recibos perfectamente en orden, sellados y firmados por Fred para retirar cuadros, tapices y platería. Al principio intentó negarse a entregar nada, pero la conminaron bajo amenaza de recurrir a la justicia. Se asombró de la precisión con que estaban descriptos los objetos. Medidas, sellos y punzones los identificaban a la perfección. Ella nunca se había preocupado  por hacer un inventario tan minucioso como el que desfiló ante su vista a lo largo de muchos días. Jamás había sospechado la cantidad de cosas, de tesoros que guardaba su casa. El desfile fue incesante e implacable. Leonor, exasperada de rabia, desconsolada, vio cómo eran descolgados tapices y cuadros, cómo se embalaban muebles y objetos de arte de todo tipo que eran sacados de la casa ante la mirada azorada de Joaquín, Helena, Manolo y el resto del personal. Ellos no entendían. Leonor no les daba explicaciones.
--Todo es ajeno ahora -repetía-. Ya no me pertenece.
Un día tuvo que entregar la casa. Removió cielo y tierra para impedirlo, pero fue inútil. La venta era legal e inapelable. Discutió con sus hijos, que le propusieron mil formas alocadas de salir del paso, como tenderse todos en el piso de la entrada y hacer una huelga de hambre. Se negó a todo. No perdería su dignidad. Era lo único que le quedaba.