MACEDONIO
por Socorro González Guerrico


"Pocos, pero algunos, mueren no vencidos" (Macedonio Fernández)

No lo cubrió la gloria ni lo rozó la fortuna. Sus pertenencias, el último día de su vida, cabían en una bandeja. Pero su impronta quedó en las letras argentinas para siempre, de la mano de Marechal, de Borges, de Scalabrini Ortiz y tantos otros, sus discípulos y amigos que lo seguían adondequiera que fuese.

Lo escuchaban deslumbrados, encandilados por su inteligencia superior, su lucidez y su verba simple que solía llegar a profundidades insospechadas. Él era el maestro aunque no se lo propusiera. Ellos, los jóvenes valores literarios del siglo XX. Con muchos más años a cuestas había nacido en 1874, como Lugones. Macedonio les despertaba admiración y afecto. Reían con sus salidas humorísticas, se asombraban de su modestia y de su desapego hacia todo lo que no fuese esencial.
Macedonio era abogado, pero no ejerció durante mucho tiempo. Fue fiscal y juez subrogante en Posadas desde 1908 hasta 1912. De vuelta en Buenos Aires tuvo un bufete en la Avenida de Mayo, pero la muerte de su joven mujer, Elena de Obieta, en 1920, lo trastornó tanto que a partir de entonces abandonó la abogacía y se dedicó a su profunda vocación, las letras. "Amor se fue./ Mientras duró/de todo hizo placer./Cuando se fue/nada dejó que no doliera". Curiosamente, escribía pero no publicaba. Su humildad lo llevaba, con seguridad, a rechazar que sus ideas y escritos se convirtieran en libros. Garabateaba en cuadernos, hojas sueltas y hasta en servilletas de papel y no le daba a todo esto la menor importancia.
Cuando Elena, Elena Bellamuerte, la llamría en un poemario, murió dejándole cuatro hijos pequeños, su desolación lo llevó a aceptar que fuesen criados por tías y abuelas, mujeres ejemplares y cariñosas. Velaba por sus niños, los visitaba a menudo, pero no rehizo su hogar. Las costumbres de la época no facilitaban una nueva unión para un viudo con hijos.
Y comenzó una nueva vida de soledad, de mala salud, de despojarse de lo terrenal. La literatura y el pensamiento fueron su refugio. En 1928, casi contra su voluntad, sus amigos publicaron No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Antes había escrito dos novelas que no vieron la luz hasta muchos años más tarde, dos libros iconoclastas, irrespetuosos de la ortodoxia y de la tradición, libres como el espíritu de su genial autor: Adriana Buenos Aires, "última novela mala", y El Museo de la Novela de La Eterna, "primera novela buena", experiencias literarias irrepetibles. Salvo James Joyce, con Ulyses, y mucho antes Laurence Sterne con Tristram Shandy, nadie se animó a burlarse tan abiertamente de la narrativa formal.
Pero Macedonio era implacable consigo mismo, hasta el punto de considerar al cesto de papeles el mejor aliado de la buena literatura: "Oh canasto, bienhechor de las letras, el arte, el pensamiento, noble y gran coautor".
Adolfo de Obieta tiene 84 años, muchos de los cuales dedicó a rescatar, descifrar y editar la obra de su padre. En noviembre de 1996 recibió un premio del gobierno indio que por primera vez fue otorgado a un americano, el Jamnalal Bajaj International Award, por "promoción de los valores ghandianos fuera de la India": "Soy abogado, perimido, manifiesta. Casi nunca ejercí. Escribo también, pero tengo mucha obra inédita. Estudios sobre profecías, poemas (Genealogía Solar), ensayos sobre Alberdi, que abominaba, como Ghandi, de toda guerra, un libro sobre temas sociológicos, ¿Terrores del año 2000?
Colaboré muchos años en La Prensa, La Nación, La Capital, de Rosario, y La Gaceta, de Tucumán".
Ascético, casi espartano, Adolfo de Obieta, que adoptó el apellido de su madre como seudónimo, vive en el centro de Buenos Aires en un departamento tan austero como los recuerdos de su padre que lo rodean. Sólo conserva manuscritos y, en las paredes, algún dibujo amarillento que honra su memoria. "Macedonio tuvo pocos bienes, no le interesaban las riquezas ni la figuración. Tampoco traía el pasado al presente. Estaba completamente absorbido por la problemática del ser, la metafísica, la sociedad de su tiempo. Yo también creo que lo que importa es estar atento al presente. No se puede modificar el pasado. Los que viven en estado de memoria, se agotan". "Una de las cosas más lindas que escuché decir a Borges acerca de mi padre es que tenía el don de hacer elevar el nivel de sus interlocutores. Iba a lo mejor, despertaba la chispa divina de todos, sea cual fuere su condición, la inteligencia profunda aunque se tratara de alguien ignorante. Macedonio afirmaba que aprendía de todos. Una cocinera le enseñaba los detalles químicos de la cocina, un peón de campo, secretos de la vida humana y de la vida animal. Se sentía agradecido a ellos, a sus valores. Tenía también afinidad de alma espontánea con el pensamiento oriental. No por ser un erudito en esos temas sino por intuición".
"Pasaba largas temporadas en La Verde, una chacra de Pilar que pertenecía a sus amigos Sáenz Valiente. Otras veces vivía en pensiones, siempre friolento, abrigándose hasta con papeles de diario y abrazando la pava con el agua caliente para el mate a modo de calentador. Mi padre era delgadísimo y sostenía que le faltaba el abrigo que la grasa les brinda a las demás personas. Se curaba de sus males con calor. Estudiaba qué temperatura se necesitaba para obtener alivio en cada enfermedad. Se abrigaba para conseguir ese calor. Descubrió algo que llamó 'sensación-guía', que consiste en estar muy atento y escuchar al cuerpo que, según sostenía, sabe y elige lo que le viene bien y rechaza lo que le viene mal. Comía cuando tenía hambre y dormía cuando sentía sueño, sin atenerse a horarios. Experimentaba con su propio cuerpo, lástima que cuando descubrió esto ya era tarde, su organismo había padecido la usura de los desarreglos y la falta de respeto a la naturaleza. Una de sus teorías afirma que cada célula tiene en potencia expansión indefinida. Si no crece más es porque no se le dan la temperatura, el agua, el sol, la región ideal. Si así fuese, su crecimiento sería infinito".
Esta inquietante teoría macedoniana está reflejada en un cuento, "El zapallo que se hizo Cosmos" (Cuento del Crecimiento), en su libro Papeles de Recienvenido. La ironía y el sentido del humor atraviesan las páginas de Macedonio y sobrevuelan su obra para burlarse de todo y de todos. "¿A cuántos premios conseguidos y embolsados se es poeta?pregunta. ¿Con cuántos 'empleos' o 'cargos' ya se es patriota? ¿Con cuántos diplomas ya se nos debe creer sabedores de lo ignorado por los diplomadores? ¿Un millón de pesos es ya la honradez". En una crítica literaria sentenció: "Este libro viene a llenar un gran vacío, con otro". Los signos exteriores provocaban su ironía: "No hay melena que no mistifique".
"Mi padre, dice Adolfo de Obieta, era espontáneamente original. Sus reacciones, sus sentimientos, sus juicios, eran siempre distintos a los de los demás. No pagaba tributo al 'deber hacer'. Todo lo convencional, lo que pasa por ser verdades absolutas y no son más que trivialidades que el tiempo cambia, no tenía para él ningún valor".
Por esas cosas de la fama, pocos se acuerdan hoy de Macedonio Fernández. Vayan estas líneas como desagravio a su personalidad, a su talento inigualable, a su argentinidad incólume.